En la casa de campo, teníamos unos vecinos que tenían una perra que se llamaba Linda.
Un buen día, decidieron marcharse a otra ciudad, debido a la situación económica, y se marcharon dejando al animal a su suerte.
El animal al verse solo se cruzaba a mi casa para alimentarse y recibir un poco de calor, ya que se había quedado sola.
Pasaron varios días y dejamos de recibir visitas de la perra, nos extrañó mucho, ya que todos los días venía a hacernos una visita sobre todo a la hora de comer. Pero no podíamos verla porque ella seguía teniendo su estancia en la que fue su casa y nos separaba un cercado de setos con una alambrada.
Un buen día, apareció toda demacrada con un perrito recién nacido en su boca, se acercó a mi madre y se lo puso a los pies para que lo cogiera, mi madre lo acarició y se lo volvió a poner para que lo devolviera con la camada.
De los tres perros que tuvo, conseguimos que se quedaran con dos y quedó uno que no lo quería nadie, pero mis hijos se habían encariñado con él y al final decidimos quedárnoslo y llevarnos el perro a la ciudad. Lo llevamos a nuestra casa.
El primer día lo metimos en el garaje para que durmiera allí, por no tenerlo en casa. Pero al día siguiente nos dijeron que había estado toda la noche ladrando llorando. Era muy pequeño y lógicamente tenía mucho miedo.
Al final tuvimos que meterlo en casa. Primero intenté que durmiese en el lavadero, donde le coloqué una caja de cartón con unos trapos para que no pasase frío, pero no paraba de llorar. Después lo puse en el salón, y tampoco había forma de que dejase de llorar. Al final, me lo tuve que poner a mi lado cerca de la cama, ya que así me veía y no tenía miedo.
Vivió con nosotros durante 17 años, y me enseñó a darme cuenta que el amor verdadero, es totalmente desinteresado.
Lucero se llamaba mi fiel amigo.
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